“Los chicos que juegan bien al fútbol también son buenos para el rugby” me dijo alguna vez un viejo entrenador. Lo cierto es que hubo varios que pasaron por ambos deportes pero pocos sabían que uno de los más grandes futbolistas de la historia tuvo “en sus manos” la posibilidad de elegir la ovalada en lugar de la redonda.
En la página 22 del libro Di Stéfano, del inglés Ian Hawkey, hay una anécdota que bien pudo haber cambiado la historia del propio Di Stéfano, del Real Madrid y de dos deportes: el fútbol y el rugby:
“El deporte era su pasión, pero tenía otras. Le gustaba el cine, que lo acompañó toda su vida: solía ir al bioscopio local. Di Stéfanorecuerda que en una de esas visitas se produjo un incidente que podría haber cambiado su vida. En la sala de cine del barrio, cuando un niño compraba una entrada, participaba de un sorteo. Las entradas estaban numeradas y, antes de que comenzara la proyección, un animador organizaba una especie de tómbola y elegía el número ganador. Aquella rifa, como el bingo, tenía ciertos códigos que conocían tanto el animador como el público: el número quince era la “niña bonita”; el cuarenta y cuatro, la “cárcel”; el doce, el “soldado”; y el veintidós, los “dos patitos”. Los números de la quiniela.
Alfredito había ido a ver una película del Oeste con unos amigos e intercambiaron las entradas numeradas antes del sorteo. DiStéfano tenía el número catorce, “el borracho”, pues uno de sus amigos había preferido otro número. Cuando oyó que el animador lo pronunciaba, sintió una mezcla de expectación y vergüenza, pues era un tímido niño de diez años. De repente era el centro de atención, el ganador de un premio. Para un entusiasta del deporte era un buen premio, aunque no del todo perfecto. Era una linda pelota de cuero, pero ovalada. Había ganado una pelota de rugby.
Resulta divertido imaginar que habría pasado si aquello hubiera marcado una nueva afición deportiva” dice el autor y aquí es donde podemos dejar correr la imaginación al menos por un instante.
Teniendo en cuenta que Don Alfredo nació el 4 de julio de 1926, y en el momento del sorteo tenía diez años bien pudo haber pasado que ese juguete nuevo, ovalado, lo hubiera motivado a probar suerte en el CASI o en el flamante SIC (fue fundado en 1935) pero supongamos que se decidió por la Academia, el club más ganador de la historia del rugby porteño, múltiple campeón de aquella época, y que justamente había dejado de competir en el fútbol unos años antes.
Seguramente en vez de la “Saeta Rubia” lo habrían re bautizado como el “Tano” o “Alfred”, hubiera sido un apertura o medio scrum (no sé bien porque pero lo imagino más de 9) de gran despliegue, excelentes destrezas y por supuesto buen pie. Sin dudas hubiera llegado a integrar el seleccionado nacional, lo que adelantaría al menos una década las hazañas de Los Pumas del ‘65 y más tarde tendría como unos dignos herederos a Hugo Porta como referente del seleccionado y luego a Agustín Pichot con la camiseta numero 9 del Atlético San Isidro y la conducción del equipo argentino.
En aquella época, de amateurismo pleno, era difícil que los rugbiers emigraran pero supongamos que por algún motivo el Tano DiStéfano llevó su calidad a Europa, quizás Los Leones de España hoy serían una potencia mundial, o los italianos lo hubieran nacionalizado como lo hicieron después con muchos otros o los franceses le hubieran encontrado algún antepasado galo para vestirlo de azul y ganarle a los británicos en el 5 Naciones.
Lamentablemente el sueño duró poco, nada de esto ocurrió y así lo cuenta Hawkey en su excelente libro. Los principales “culpables” fueron sus amigos del barrio y un ignoto propietario de un cine de Buenos Aires:
“En Argentina, el rugby tenía su hueco y un gran seguimiento, herencia de los inmigrantes de las islas británicas, que habían dejado su impronta en gran parte de las insfraestructuras del país del país y habían conformado la clase adinerada. El rugby ocupaba varias páginas semanales de El Gráfico, pero no encandiló al preadolescente Alfredito Di Stéfano. Junto con sus amigos, sacó el nuevo juguete a la calle y se rieron con su desconcertante pique. “Saltaba como un pollo”, recordaría más tarde su propietario.
La parte más instructiva de esta historia sucedió cuando llevó la pelota al barrio y se la enseñó a los chicos mayores, con los que solía jugar partidos de fútbol. Una pelota de cuero era una valiosa posesión, pero lo que enseñó a los chicos de Barracas solo provocó rechazo. Además, todos opinaron que debían hacer algo al respecto. Una delegación de ellos, con Alfredito al frente y los generales de la barrita detrás, con actitud amenazante, volvieron al cine con la pelota ovalada y exigieron al propietario que se la cambiara por una redonda. Aquel grupo debió de parecerle lo suficientemente intimidatorio, pues el tipo sacó una pelota de fútbol del armario de los premios y se lo cambió”.